domingo, 26 de febrero de 2017

La megamáquina: A propósito de Serge Latouche






Lo que llamamos progreso es esta tempestad (Walter Benjamin)


Este no es un blog que suela atender a la razón política. Con todo, lo que tenga que ver con el imaginario termina deslizándose hacia lo que se conoce como metapolítica, esto es, a los hornos y crisoles en que se va decantado cómo reconocemos el mundo y, en tal medida, como entendemos el encuentro con la vida, lo político y la projimidad.

La opinión política –y con la misma toda opinión;  bien lo sabía Platón- depende de un troquel imaginario y no racional. De ahí, que en política, básicamente, se opine –no se piense- recombinándose las propias creencias, suposiciones y proyecciones respecto de las cuestiones públicas; y no será raro que, como bien dice Martin Heidegger “las opiniones más extendidas sean los errores más grandes”[1]. La opinión política queda pues instalada en la esfera de las creencias y en las imágenes preconcebidas que cada cual acoja; las mismas reflejaran nuestras representaciones y concepciones básicas respecto de lo público y las relaciones sociales[2].

Lo afirmado no debería ser entendido como un prejuicio contra el imaginario. La capacidad de imaginar queda perfectamente integrada en la capacidad de conocer y de vivir, hasta el punto de decidir su potencia y alcance; y a lo dicho no es ajena la opinión política. Esta arraiga en disposiciones básicas y representaciones sobre el mundo, de carácter previo, que nos constituyen en nuestra capacidad crítica. Como bien dijo Aristóteles pensamos y discernimos apelando a imágenes y elaborando lo que nos afecta desde esas imágenes[3]. Estas actuaran cono esquemas que ordenan en un plano de sentido lo que se nos confronta. La cuestión es que habrá imaginarios más o menos atinados a la hora de indicarnos, en un contexto concreto, la urdimbre de lo social y de sus conflictos.

Dada la relevancia que el imaginario tiene en el proceso cognoscitivo no será raro que existan determinadas imágenes que, desde su poder evocador, faciliten nuestra capacidad de comprensión por su capacidad para compendiar toda una cuestión. En tal sentido, resulta especialmente afortunada la imagen de la megamáquina que maneja Latouche desde el punto de vista de la crítica política de las sociedades contemporáneas; similar, por lo demás, a la de esa nave jüngueriana, que se lanza al vacío sin finalidad definida salvo su propia y creciente aceleración. Una megamáquina que, acaso, pareciera componer un “ser colectivo” antes que una comunitas humana por quedar todo subordinado a las necesidades sistémicas de un conjunto que nadie define ni establece. Tales necesidades responderán al despliegue y consolidación de esa megamáquina de tal suerte que encuentre en ella misma –y no en las personas que la integran- su propia finalidad. De este modo tan poco ingenuo visualizará y entenderá Latouche el presente. Un presente del que sólo cabe apearse, al que sólo cabe sobrevivir y con el que solo cabe marcar distancias.

En las propuestas de Latouche reconozco cierta sensibilidad cercana a la crítica del nihilismo inherente al proceso histórico en curso, cierto aire jungueriano –por distante- y una disposición romántica que me recuerda a figuras como la de Henry David Thoreau. En su discurso lejos de reconocerse un progresista se advierte un crítico duro del progreso y de la programación de la vida que el progreso exige. No dudo que algún ecopijo pretenda ponerse en la solapa la cara de Latouche pero lo cierto es que su discurso dista mucho del de la izquierda realmente existente –si es que atendemos a su génesis filosófica progresista e ilustrada-.

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Sin piedad. Habrá quien entienda a este teórico del decrecimiento como un contracultural ingenuo, un neo rural o un hippie loco que aboga por bajarse de la moto y por el decrecimiento económico. La imagen que nos sirven los medios de Serge Latouche y de su obra, efectivamente, se corresponde con la de un ingenuo que nos habla de una arcadia de eco-pijo de fin de semana en la que nadie cree pero muchos consumen como imagen de culto. ¿Es posible plantearse políticamente el decrecimiento?... Evidentemente no; a no ser que queremos ver colapsar nuestra sociedad entera mientras nuestros vecinos afilan los cuchillos y pasan a descubrir su lado más predador. Con todo, la lectura de “La megamáquina” deja una sensación de transparencia y pureza que roza la fría crueldad de un análisis implacable. La misma pureza con la que el héroe eastwoodiano pasa a confrontarse, míticamente, con el que lesiona y daña a la vida. Consideremos que el discurso de Latouche transciende lo político para alcanzar el alma. El decrecimiento en su propia definición nos interpelará en nuestra forma de vivir.

Como se hace evidente no estamos ante un autor ingenuo, digerible por ese ecopijo de fin de semana. La crítica de Latouche devuelve indirectamente al lector la posible complicidad del mismo con la megamáquina, por mucho que éste la quiera encubrir con ciertas dosis de realismo. En su obra, sin piedad alguna, Latouche, va indicando la violencia que la vida padece, devolviéndola en el análisis y la crítica. No estamos ante un libro ingenuo, no; más bien estamos ante una dureza crítica que no encuentra cuartel ni compromiso. Su principal diana muchos de nuestros totems: el mito del progreso, la mentalidad técnica, la permanente satisfacción de necesidades virtuales, el hipercapitalismo globalizador en siempre acelerada expansión, la tecnoeconomía en permanente estado de orgasmo, crispación y apoteosis, las vidas de los hombres entregadas y rendidas ante tales exigencias… Por cierto, las estadísticas de desaparición en los últimos siglos de especies, de biodiversidad y también de diversidad humana en lenguas y culturas son pavorosas. Permítanme reseñar otro dato a modo de broma macabra; los insectos, sin embargo, crecen exponencialmente.

Jünger la llamó la nave, Latocuhe la megamáquina, un entramado que crece imponiendo a la vida su propia coherencia y su propia autorreferencialidad. A su lado nada es; todo pasa a quedar integrado como pieza e instrumento de su trepidación creciente; así todo pasa a deformarse en su aparecer, a desaparecer en su ousia o sustancia, a quedar troquelado desde las asignaciones y rendimientos impuestos. El descrito será el paisaje del nihilismo...

Hago notar que lo dicho no solo supone la erradicación de todo espíritu ajeno a la máquina, de todo ánimo, de toda vida que se brinde sino también la expresa alteración del medio y del paisaje. La vieja comunitas, de rostros y cuerpos vivos y sintientes, de personas concretas, deja paso a una impersonal trama de individuos, es decir, de números sin lazo social alguno más allá del que el engranaje de la máquina administra. La economía deja de ser esa gestión de unos recursos limitados y susceptibles de usos alternativos, cuya finalidad es el hombre  y el mantenimiento de la comunitas, para convertirse en el permanente engrosamiento del PIB -cifras y números; el reino del cálculo a mayor gloria de las sinergias globales-. La política desaparece. Las decisiones quedan en manos de unos técnicos especializados, ágrafos de todo lo que sea ajeno a su propia especialización. Estos técnicos harán aquello para lo que han sido educados por la matrix –ese ente impersonal- de cara a la administración de su permanente expansión. Tal praxis política de corte tecnocrático perjudicará a unos y beneficiará a otros escindiendo permanentemente el tejido social… La realidad pasará a ser sustituida por la imagen, el valor de uso por el valor de cambio, los cuerpos por relaciones imaginadas (tengan cuidado con las redes), el sexo por una pornografía explícita, obscena y visionaria[4], la cultura de lo libresco por el twit y el párrafo, la contemplación y el detenerse por la velocidad, las sociedades de antaño, en sus luces y sombras, por un higiénico totalitarismo que administra vidas y cincela conciencias sin necesidad de autoritarismo alguno… Todos tenemos coches, nos movemos en coche y el coche, aparentemente, nos da libertad pero, llamativamente, todos nos movemos simultáneamente en las mismas secuencias horarias y hacemos las mismas cosas. Todos juntos configuramos un ordenado ritmo maquinal… Como se hace evidente unos engranajes tan precisos solo pueden responder a una educación igualmente precisa. Es Deleuze quien observa cómo el control continuo que administran los circuitos de imágenes será decisivo a la hora de moldear conciencias y establecer conductas.

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Antes me refería a una megamáquina… Aquí las referencias del imaginario son decisivas. Y es que desde la imagen y la atención al mito de la máquina desgrana nuestro tiempo su intimidad. En tal sentido Lewis Mumford en su imprescindible libro “El mito y la máquina” nos narrará con precisión el devenir de esta imagen capaz de sintetizar la mentalidad técnica y de amparar los ideologemas ilustrados en su modo en su modo de reconocer el cuerpo, la vida y la sociedad. Adviértase que la mentalidad técnica no solo cosifica y reordena la vida; también organiza maquinalmente nuestra propia sociedad y la convierte en un delicado sistema de engranajes cuya única finalidad es el crecimiento del entramado. Como si de un hormiguero se tratara las partes, los cuerpos vivos y las personas de antaño, son sacrificables y sacrificadas, administradas y cosificadas, con vistas a la permanente expansión de los engranajes. La máquina, la nave… Sin violencia evidente o explícita. Allá donde haya dolor o exclusión se retirará el foco de atención o se convertirá en mercancía visual. La violencia explícita será escasa. No olvidemos que estamos en una sociedad de control que aspira a una administración y programación planetaria. En un  mundo así pareciera no haber sitio para la violencia, esa capacidad de violencia que, etológicamente, ha definido, entre otras cosas, a la especie humana. Por eso la megamáquina hará descender sus umbrales anatemizando los perfiles humanos que destilen algo de rudeza. En realidad, lejos estaremos de un mundo con más paz ya que todo quedará referido a esa violencia estructural de la máquina que todo lo entiende desde las identidades espúreas que asigna y los rendimientos que establece. Desconfíen, al otro lado de un barniz higiénico solo encontraremos esa violencia fría e impersonal que denunciara Kubrick en “La Naranja mecánica” –más siniestra que la de los drugos-. Efectivamente, la violencia técnica del control total y de la extirpación de las actitudes violentas será infinitamente más dura, sistemática y cruel que la del más perverso de los perversos. Esta violencia pretenderá, ni más ni menos, alcanzar nuestra alma

Martin Heidegger estudia con precisión el proceso de la técnica; de esta conversión de la técnica en estructura rectora y en finalidad en sí mismo. En tal proceso, como bien desliza Heidegger, la idea del progreso será fundamental. Un progreso ilimitado en que se asegura la permanente satisfacción de necesidades… Habrá quien exija el aplauso –estoy pensando en ciertas ideologías- para este mundo mediado por los circuitos de imágenes y, por supuesto, para sus starlettes intelectuales y mediáticas; un mundo que se muestra capaz de resolverlo todo desde la economía y el crecimiento. En realidad, cada progreso técnico solventará una necesidad, en buena medida inexistente, de tal suerte que el umbral de lo necesario se moverá y quedará establecido desde de la propia idea de progreso… Lejos de lo dicho Heidegger nos indicará que para determinar lo esencial al hombre habrá que remover y dejar de lado las necesidades superfluas. Solo constatando y retirando lo que nos es superfluo alcanzaremos la tierra firme de lo que no podemos apartar. Solo así alcanzaremos nuestra intimidad y esencia adentrándonos en una tierra de certeza, en la esfera, propia y propicia, en que acontece y se brinda nuestra intimidad. Sobre nuestro ser y esencia decir que no será sino el ser mismo de la vida, su escucha y experiencia, la mirada que nos revela lo más intimo en lo que nos circunda; en última instancia esa mirada sin dueño que dijera el poeta que sabe y festeja y que ninguna necesidad específica busca satisfacer…

Hubo un tiempo, no tan lejano, en que el alma de los hombres la movían los poetas y los narradores de cuentos e historias y no los publicistas que operan en los circuitos de imágenes. De hecho así ha sido en la mayor parte del tiempo del hombre. Al día de hoy los relatos, esos relatos que nos dicen y constituyen como personas, ya no están en manos de poetas y narradores. Tales cuestiones interesan bien poco a las praxis de administración de la vida en las que quedamos instalados. En un horizonte de tal calibre solo cabe esperar el ocaso de lo humano y la derrota del pensamiento; ese pensar que se detiene en la escucha y que, admirado, atiende al sentido de lo que contempla con el fin de indicarlo. En tal panorama acaso también la ciencia parezca derrotada. Esta no quedará al margen del troquel tecnológico desde el que pasa a ser reordenada. Ni en términos políticos ni de paradigma la tecnociencia es neutral… Técnica, operatividad, culto a la administración y la programación de la vida… En realidad estamos a ante un culto que comparten las élites políticas y sociales. Tiene razón Lewis Mumford  cuando afirma“si en el curso de los dos últimos siglos los amos y los señores de la sociedad creyeron en algo, adoraron algo, eso fue la máquina”[5]… Ahí nos las vemos…

En las últimas páginas de su libro Latouche renombrará la palabra progreso; un progreso a la medida del hombre y distante del progreso técnico, un progreso que, lejos de todo mitologema, se ceñirá a esa perspectiva de lo humanum de la que hablaron los clásicos. El progreso del alma del pensamiento clásico, la pronoia[6] con la que los clásicos indicaban el despliegue del ser. No creo que Latouche se equivoque. En el espíritu del hombre se resuelve su capacidad de vida. En fin, les recomiendo la lectura de Latouche, una cruel desintoxicación, la expresión de una disposición bien ajena a los titánicos ritmos de lo mundano, una mirada capaz de alcanzar ese apocalípsis devenido que nos teje. Antes me he referido a la existencia de disposiciones básicas que predeterminarían el propio criterio y la capacidad de juicio político. En el caso de Latouche constatamos una intensa vocación de fidelidad a la tierra y de escucha de la vida. En las antípodas de esa nave enfebrecida en su propio fragor y estrépito.






[1] Martin Heidegger. Ejercitación en el pensamiento filosófico I, 1
[2] Como se hace evidente esto no quiere decir que, más allá de la mera opinión- no haya pensamiento político y racionalidad política; ahora bien éste vendrá a construirse a partir de determinados imaginarios y no pocas veces en conflicto con los mismos. Hago notar que la racionalidad política tendrá una estrecha relación con determinados cuestiones de principio que dificilmente serán desligables de imago mundi específicas. Por lo demás y como se hace evidente cualquier cuestión de principio no solo puede sino que debe ser sometida a una crítica racional con el fin de fundamentarla o de cuestionarla.
[3] Para Aristoteles el llamado sensorium será el que elabore e integre las afecciones sensoriales resultando las formas sensibles que conocemos.
[4] Considérese que el mayor tráfico de internet está vinculado con la pornografía y con imaginerías sexuales que no se traducen en encuentro corporal alguno.
[5] Technique et civilisation, Le seuil, Paris 1950, pg. 195
[6] Reveladoramente en griego moderno progreso se dice pronoia. Aunque esta pronoia de los clásicos bien poco se asemeja al progreso técnico de los ilustrados.

domingo, 5 de febrero de 2017

Tolkien: La cuestión del dualismo, la cuestión del mal, la cuestión del dolor

Leer a Tolkien desde lo que se conoce como la permanente lucha del bien con el mal me parece legítimo aunque limitado. Hay algo más que ética y dualismo en el universo tolkeniano; hasta el punto que la ética  viene a reordenarse y quedar entendida desde ese horizonte que la rebasa. A lo dicho dedicaré la presente entrada de Imaginatio Vera.

Lo primero que habría que preguntarse es por la condición que tienen el bien y el mal en el corpus tolkeniano. En una cuestión tan decisiva este artesano del imaginario se ajustará a la tradición espiritual a la que pertenece. Del mismo modo que Chesterton  C.S Lewis o Newman, Tolkien es católico. Pertenece a esa hornada del catolicismo inglés, culto y erudito, que nos dejara importantes referencias a al filo del siglo XX. De ahí que su reflexión sobre el mal, no podría ser de otro modo, encuentre su contexto en la metafísica cristianocatólica, especialmente en la medieval. Ésta sabrá beber de la influencia helénica, socrática y platónica. En el texto reflejaré este paralelismo entre el imaginario tolkeniano y la metafísica medieval en las notas que iré introduciendo. Por otro lado, su interés por las leyendas populares precristianas, como en el caso de Lewis, no es tampoco ajena a la tradición del cristianismo latino que acogió, cristianizándolo, buena parte del legado imaginario precristiano europeo. Sobre tal legado diremos, en primer lugar, que, necesariamente, acogería una determinada cultura de lo caballeresco –es lo que traslucen nítidamente los diversos cantares de gesta-. Paralelamente a esta cultura de lo heroico encontraremos una sensibilidad espiritual cercana a las tradiciones de la physis[1], las cuales entenderán la naturaleza desde la mediación simbólica -en el sentido y los significados que ampara- y como soporte o upaya de contemplación;  en realidad, ese libro abierto, dotado de sentido espiritual, que muestra el Misterio a través de las formas naturales. En relación a lo dicho, en Tolkien, encontraremos tanto una acentuada épica de lo heroico como esa sensibilidad que queda abierta a la dimensión espiritual y a la belleza de la naturaleza[2], la vida y los cuerpos[3].

El imaginario de esta sensibilidad precristiana será especialmente generoso  a la hora de significar entidades intermedias entre el hombre y lo divino y seres fantásticos diversos vinculados con la tarea y la vida del hombre. Más allá de toda superstición, desde el contexto metafísico cristianocatólico, estas entidades expresaran un sentido unitario[4] vinculado con el plan divino; y así habrá que entenderlas en el universo tolkeniano. Desde la perspectiva apuntada quedará desgranada la cuestión del dualismo y el dolor.

En el universo tolkeniano el mal no ofrece un orden alternativo para la vida de ahí que no cabe considerarlo, en modo alguno, como un principio que constituya lo real. Sauron no sirve ni ofrece vida alternativa alguna[5]. La extensión de su influencia se traduce en una vida decrépita, deforme y agostada; orcos, bosques oscuros de árboles semimuertos, una naturaleza mortecina, hombres reducidos a la condición de bestias sometidas o predadoras, privación del ser[6], privación de la belleza, privación de la libertad, privación del ser en comunidad... Sauron representa, básicamente, lo que resiste al florecer de la vida y, en tal medida, a la vida misma. En realidad un modo de negación que, como tal, nada afirma excepto la ignorancia del que se deja someter por su dominio[7]. Por tanto, el mal manifestará, en el orden del ser, la privación[8] del horizonte de plenitud ontológica; lo que bloqueará el llegar a ser de los seres que son. De ahí que el mal sea, en su raíz, ausencia de bien[9], de bien ontológico, es decir, de ser en plenitud; lo que se traducirá en dolor, insatisfacción, confusión, ignorancia y privación de la propia sustancia –ousia-[10]. ¿Cómo resiste el mal al despliegue del ser?; socavando la llamada a ser del hombre[11], alienando su naturaleza; una naturaleza, la humana, que exige del permanente ejercicio de su propio llegar a ser. Efectivamente, el hombre, para Tolkien, es un ser que estando permanentemente por hacer habita en un mundo incierto. Su existencia –su dasein- perfila una épica ontológica.

La especial consideración de la naturaleza humana encontrará otra singularidad corroborada también en la obra de Tolkien. Del propio estado del hombre, del estado de su alma, dependerá la calidad de vida que le circunde y a la que quede acogido[12]. Las diversas edades y espacios del universo tolkeniano quedaran referidas a diversos linajes de hombres, más o menos escindidos, o a seres que, como elfos u orcos, no serán sino espejos bien diversos de lo humano. El mundo que todos ellos habiten –y según el estado de quien lo habite- irá revelando perfiles más o menos plenos o alienados, más o menos bellos, más o menos vivos, más o menos luminosos o sombríos, más o menos ásperos, más o menos agrestes, más o menos jubilosos, más o menos enfermos…

La seducción por el poder, para Tolkien, será algo decisivo en la advertencia de ese estado interno del alma del que depende un estado del ser. Desde el poder se prefigura un modo de mirar, un modo de sentir y un determinado no dejar ser a la alteridad; un ánimo que lastra y deforma el desplegarse de la vida ajena y también propia. En el poder la alteridad queda cosificada de acuerdo a los propios intereses y alienada en su propio ser.  La mirada del poder será la inversión de la mirada contemplativa y ebria hacia la vida de Tom Bombadil en la que nada tiene dueño.

Desde la perspectiva del poder el hombre se desentenderá del ideal para la vida representado  por ese héroe despreocupado, contemplativo y enamorado de la vida que representa -a diversos niveles- el hobbit o el gran Bombadil. El contemplativo facilita el dejar ser de las cosas y festeja su irrupción. En el poder todo se convertirá no en motivo de contemplación y encuentro sino en objeto del que obtener satisfacciones. Todo pasara así a quedar referido a una esfera que todo lo cosifica y que desplaza el encuentro con la vida. En el poder todo queda deformado desde la instrumentalización que se aplica sobre las cosas; todo queda delimitado desde las propias necesidades que se tengan, sean éstas reales o inventadas… En su relación con el poder se jugará el hombre decantarse por la propia vida o por su propia adulteración. Su espíritu será lo que esté en juego...

Creo que no es casual que Tolkien se haya criado en una sociedad que ha visto crecer exponencialmente las capacidades de control y administración de la vida y el “poder del hombre” a partir de un progreso técnico colosal. La cuestión es que tal orden, lo que acaso sirva, sea poco más que la cosificación de todo lo que rodea al hombre. Considérese que, en tal orden de cosas y como bien nos recuerda Ernst Jünger, el hombre singular –la persona- deviene objeto y es también cosificado, quedando instalado en su propio crepúsculo a partir del poder de intervención de un orden sistémico e impersonal que solo reconoce su propia expansión… La metáfora de la nave, apuntada por Jünger al comienzo de La Emboscadura, que atiende sólo a su propia y creciente velocidad...

Sobre este orden sistémico impersonal recomiendo leer las últimas páginas de El señor de los anillos. Saruman, un aprendiz de mago negro, se ha apoderado de la comarca. Ésta ha dejado de ser lo que era –siempre la cuestión del ser y del llegar a ser lo que se es-. Los hobbits han pasado a entregar sus existencias a los rendimientos y exigencias que el propio Saruman establece. Estas quedan definidas desde la programación que queda impuesta. La vida ha quedado cancelada y todo se ve desplazado por las proyecciones y previsiones que sobre los cuerpos imponga ese poder. En realidad, un perfecto retrato de las sociedades industriales y de la “movilización total” que las caracteriza.

He indicado ya dos modos de acercamiento a la cuestión el mal. En tanto instancia que lastra el despliegue del ser y como perspectiva que opera desde una determinada seducción por el poder. Como vemos el existir del mal no será sino la desviación o alteración en el llegar ser de un ser pre-existente. Análogamente el dolor no será sino la crisis del propio ser.

En la cartografía esbozada, nada pueda existir sin algún género de conexión con el bien[13]; tal y como nos indica la tradición platonizante y cristianomedieval incluso considerando su mero existir degradado. Melkor es un ainur corrompido. Los caballeros negros son hombres corrompidos. Sauron es otro aiunur corrompido y desviado de su viático hacia la plenitud. Saruman es un maia –un ainur de rango menor-, entre los hombres un mago que, finalmente, devino oscuro[14]… Con todo, esta conexión singular del mal con el ser no da cuenta del sentido del mal en el plano general de la vida. Consideremos que tal sentido deberá apuntar al encaje y la necesaria operatividad del mal en el despliegue general ser. Esclarecer este asunto exige convocar El Silmarillion y el importante mito de Iluvatar, presentado como si de una cosmogonía se tratara, justo al principio del libro. Desde la perspectiva de la expresión de la potencia creativa del Único se tratará de alumbrar belleza, bellezas de mayor intensidad y elaboración. Eru -Iluvatar en lengua élfica- alumbra el mundo desde sus pensamientos y desde su propia imaginación –imaginatio dei- dejando vía libre a determinados desdoblamientos y escisiones[15]. Las mismas solo servirían la mayor armonía musical del conjunto… En realidad todo quedará remitido al Uno y todo compondrá una enorme belleza[16]. En el más profundo sentido nada es sino el Uno; todo será una apariencia que remita a una armonía deslumbrante y colosal. Así será desde la perspectiva del principio supremo. Hen kai pan –uno y todo- que dirán los románticos…

Desde el punto de vista del mundo escindido las cosas serán diferentes. El dolor dolerá. La propia naturaleza se verá problematizada en su emerger. En un mundo así el sentido de la existencia será esa épica del combate por el propio ser. Respecto de la criatura el existir será el regalo recibido[17] que abre la posibilidad de ser en plenitud. Desde la posibilidad de sentido inherente a la existencia –en esa épica del ser- quedará justificada la existencia de un mundo escindido que verá la luz atendiendo al necesario concurso de lo que resiste a la vida. Desde este punto de vista la cuestión no sería por qué existe un mundo en el que campea la escisión y el dolor sino asumir y felicitarse por la propia vida, con sus respectivos niveles de escisión, como vía abierta al ser[18] y a la plenitud. Las asperezas del tránsito quedarían acogidas a tal plenitud en tanto la necesaria aduana que la dinamiza.

En lo dicho creo que ya queda indicado el más importante modo de acercamiento al mal. Este no será sino una apariencia[19] en la unicidad del mundo. El mal no tendrá sustancia propia –no habrá un mal en sí- ni textura como ser de tal suerte que en Iluvatar acontecería una coincidentia oppositorum que concilie los contrarios y las tensiones en un plano de ser superior; tal plano será el propio de Iluvatar; el Único en cuyos pensamientos se brindan los seres. Las escisiones del mundo, con todo su dolor, serán una apariencia. Ponderemos que lo que caracterice la apariencia será la vacuidad de su ser y la remisión de su sentido a una esfera que transcienda esa apariencia. Ese vacío será fértil a partir del sentido que alumbre…

Como vemos en Tolkien no cabe hablar de una perspectiva dualista. Su horizonte es el del sentido y el de la Unidad de todo lo Real, como deja bien claro en la importante cosmogonía con la que inicia el Silmarillion. Tolkien se ajusta a la tradición a la que pertenece. Como para los platónicos, desde su punto de vista, el mal, necesariamente, es un déficit cognoscitivo, una perspectiva errada e ignorante. El mal existe pero no es. En términos escolásticos no habrá sustancia propia que signifique el mal[20]. El hombre iluminado, espiritualmente realizado y en la plenitud de sus facultades corporales y cognoscitivas,  percibirá esa coincidentia oppositorum y la unicidad de todo lo real[21].

Tolkien es católico. Un católico culto, como Chesterton o Lewis, en el que se enhebran con brillantez, en su genio creativo, filosofía, espiritualidad e imaginario. Creo haber ido apuntando la intimidad de Tolkien  con la metafísica medieval que recoge, desde su propio molde, la tradición filosófica helenistica. Como se hace evidente la cuestión del bien y del mal en Tolkien transcenderá toda lectura meramente ética para afirmar esa épica del ser y, por tanto una ontología. De hecho la moral en Tolkien, como en Grecia y como en la metafísica católica, quedará referida al llegar a ser en plenitud de la propia naturaleza. ¿A partir de lo dicho cabe considerar a Tolkien un autor católico?. La perspectiva de su obra rebasa toda etiqueta. Tolkien nunca busco expresamente tal etiquetado aunque destiló su fuste espiritual en su obra trabajando con el imaginario. Su obra no tiene las referencias cristianas explícitas que, por ejemplo, la de C.S Lewis y por eso es más universal. Por cierto, católico significa universal. Bienvenidos al juego de los espejos. Poco sentido sería quedar confundido en ese juego. Bien lo sabe la pequeña Alicia y el magnífico dibujo que ilustra esta breve reflexión.




[1] Entiendo las tradiciones de la physis como las que atienden a la naturaleza como ese libro abierto en el que se advierten todo tipo de hierofanías y símbolos espirituales. Desde estas tradiciones lo natural, acogido al Misterio, pasa a convertirse en un soporte simbólico privilegiado elaborado por el imaginario.
[2] Esta misma sensibilidad será la expresada por la analogía entis de los escolásticos: todo ente, simbólica o analógicamente, indica lo divino. En relación a la sintonía del cristianismo medieval con esta sensibilidad atenta a lo natural nos dirá Tomás de Aquino: “Dios nos ha dado dos sagradas escrituras, el libo de la creación y la Biblia. El primeros de estos libros contiene tantos dichos destacables como criaturas hay pues las criaturas enseñan la vedad sin mentir, por consiguiente sostengo con Aristóteles, que una vez al ser preguntado de quien había aprendido tanto respondió, de las cosas pues las cosas no mienten” (Sermo in dominica secunda in adventi Domini. Ex Epistola). De ahí que el propio Tomás reconozca la posibilidad de una mística natural de la que dependería el posible fuste espiritual de las tradiciones religiosas no cristianas o de determinadas escuelas o místicos.
[3] En esta misma línea de glorificar las formas naturales Dionisio Areopagita nos dirá: “tampoco es verdad el famoso dicho, el mal está en la materia por que ciertamente ella participa de orden, belleza y forma” o ”el mal tampoco está en los cuerpos, ni siquiera el cuerpo es causa del mal para el alma”(Los Nombres divinos 3). Sobre la cuestión del cuerpo San Agustín (La ciudad de dios 22, 29) nos dirá “Por medio del cuerpo que otrora llevamos, en cualquier cuerpo por entero, doquiera volvamos los ojos de nuestro cuerpo, contemplaremos al mismo Dios con diáfana claridad”.

[4] Con lo dicho no prejuzgo la inexistencia de una esfera de sentido unitaria en el paganismo precristiano.
[5] Dionisio Areopagita. Los nombres divinos 3. “El mal en sí no es ni ser ni bien, ni origen, ni productor de seres o bienes”.
[6] Respecto de lo seres espirituales dotados de entendimiento nos dirá Dionisio en Los nombres Divinos 3 : “No han sido capaces de mantener su condición privilegiada y perdieron su mansión… el mal es en ellos una perversión , un abandono de las cosas que les son propias, una privación, un debilitamiento”. El areopagita se refiere a los ángeles caídos aunque, analógicamente, lo afirmado valdría para cualquier ser espiritual por indicar la pérdida de su sustancia o ousia, es decir, para cualquier ser con capacidad de intelección y contemplación de lo divino (hombre incluido). En el universo tolkeniano, Sauron y Melkor son dos equivalentes a lo que sería in ángel caído; dos ainur que se rebelan contra la potencia creativa de lo Uno de la que, por lo demás, ellos mismos dependen. En realidad no son más que pensamientos de lo Uno del que solo, aparentemente, quedan desligados.
[7] Dice Tomas de Aquino: “de aquí es que San Agustín afirme (Libro XII De Civitate Dei, cap. 7) que la voluntad es causa del pecado en cuanto es deficiente; pero aquel defecto lo compara al silencio y las tinieblas, por cuanto aquel defecto es sólo una negación” (De malo, Qu. 1, artº 3, in c.).
[8] Así entenderá el mal Orígenes de Alejandría (Sobre S. Juan 2,7) y con él los padres griegos;  los cuales hablaran del mal como steresis[8], es decir, privación del propio bien. Aristóteles ya utilizará el término steresis en un sentido análogo.
[9] En palabras de Tomás de Aquino: “Pues el mal no existiría si se suprimiese el orden del bien, cuya privación es el mal; y tal orden no existiría sin Dios”. Suma contra los gentiles 3.71. En el mismo sentido Agustín de Hipona nos dirá Ninguna naturaleza es un mal, no siendo este nombre sino la privación del bien”. Ciudad de Dios XI, 22
[10]El mal no es una sustancia, porque si fuera una sustancia, sería bueno”. Agustin de Hipona. Confesiones. VII, 7, 11. Esta cita es de especial relevancia ya que indica que el mal, como tal, no tiene ninguna naturaleza ni responde ni depende de ningún tipo de esencia o sustancia. De tal modo que no existe un principio del mal. El latin susbtantia traduce la ousia de la tradición griega también traducida por esencia; la osuia es el ser mismo de cada cosa que es-. La segunda parte de la cita no es de menor interés ya que indica como, necesariamente, la esencia de todo ser, su ousia, quedaría remitida al bien ontológico general de tal modo que toda ousia quedaría referida al sentido unitario que el propio enhebra (más allá de toda dualidad o multiplicidad).
[11] Del hombre o de otros seres dotados de intelecto -como elfos o hobbits- que en la obra de Tolkien actúan como espejo del hombre. En este sentido hago notar que las diversas edades y seres dotados de intelecto que observamos en el universo tolkeniano componen una auténtica jerarquía ontológica unitaria. Una jerarquia de muy diversos niveles, en la que el Uno se brinda en la multiplicidad dotándola de un sentido general. Incluso los orcos, que serian la inversión extrema de un ser dotado de intelecto pero que mantienen cierto conocer completamente deforme, operan como un espejo del hombre en sus posibilidades mas groseras y enfermizas
[12] En relación a lo dicho las exégesis del relato bíblico del génesis son bastante claras.
[13] En palabras de San Agustín y refiriéndose a todas las cosas. “Si fueran privadas de todo bien no existirían”. Confesiones VII, 12. Como podemos observar Agustín se mueve en la estela de considerar ontológicamente buena la esencia de toda cosa o realidad existente; de tal modo que tal esencia o sustancia sea la causa, finalidad y razón última de su existir. Otra cosa es que ciertos existires puedan rechazar lo que por naturaleza son y su propia plenitud; con lo que deviene una existencia enfermiza y deforme
[14] Dice Dionisio Areopagita “El mal en cuanto tal no genera ningún ser solamente corrompe, en la medida en que puede, la sustancia de los seres”. (Los nombres Divinos 3).
[15] En palabra de Agustín de Hipona“El Dios Todopoderoso, soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir el bien del mismo malEnchiridion 11.3. Hago notar que la referencia al carácter bueno de Dios -o a Dios como bien- rebasa el mero sentido ético de tal modo que hubiera un bien y un mal... Hablar de Dios como bien nos indica un bien ontológico. El bien ontológico apunta a la plenitud de ser de todas y cada una de los seres en el orden divino, es decir, apela a la unidad y armonía de todo lo real en el sentido que incorpora lo divino. En el mismo sentido Platón se refiere a la esfera que está más allá del ser y de la que nada podemos decir salvo que todo queda acogido a ella. El bien platónico y el bien de Agustín son el bien en la medida en que a tal referencia -y a su capacidad de sentido- queda acogida la plenitud ontológica de todo ser; lo que a todos conviene.
En realidad, poco más podremos decir de la transcendencia divina. No estamos ante una definición ética de Dios. La ética queda referida a los hombres y al modo de ordenar el llegar a ser de su propia plenitud. Dionisio Areopagita nos indicará en Los Nombres divinos 3 como la idea de bien –el bien sustancial- apelará a esa subsistencia divina de los seres en el bien y a cómo éste comunica el ser a todos los seres: “Al llamar bondad a la subsistencia divina y por que por el hecho de ser el bien, como bien sustancial, comunica la bondad a todos los seres” o “la bondad todo lo atrae hacia sí y congrega por qué es deidad, principio de unidad que une por que todo tiende hacia ella como su principio, unión o meta”
[16] Dionisio Areopagita nos dirá: “El mal en sí mismo es destructor pero es productor mediante el bien”. Los nombres Divinos 3.
[17] En palabras de Tomás de Aquino “pertenece a la infinita bondad de Dios permitir que haya males, y  sacar bienes de ellosSuma teológica I q.2,a.3. En el mismo sentido San Agustin dirá “hieres para sanar” Confesiones II 3, 4,3
[18] “Unas cosas participan del bien plenamente, otras en cambio carecen más o menos de él, otras participan más debidamente del bien, en otras hay un mínimo vestigio del bien por qué si el bien no se presentara en cada cosa según su capacidad las más divinas colmarían el lugar de las últimas” Dionisio Aeropagita. Nombres divinos 3.
[19] Por eso Tomas de Aquino entenderá el mal no como una ens reale sino como un ens rationis, es decir, algo referido a la capacidad del propio entendimiento (I q xIix, cf I, Q. u,3, De Malo, 1.3). Así la existencia de un mal, en sí, quedará referida a un déficit o lastre del entendimiento.
[20] Cfr, nota 5
[21] “la misma carencia del mismo (del bien) participa plenamente de Él” Dionisio Areopagita. Los Nombres Divinos 3.