(I)
El
don de la ebriedad, el don de una mirada que enciende los cuerpos y la vida, el
don de la realidad participada por el canto a través de una palabra que indica
presencia y, más que redención, una ebriedad desatada que al Ser y su escucha queda abierta… Imaginatio vera. No olvidemos que el imaginario lejos de quedar confrontado con la capacidad cognoscitiva se reconoce en su misma raíz.
El
joven poeta camina por los campos de su tierra castellana y abierto queda a la
claridad, al cielo bien abierto, a los cuerpos que se encienden. El amor todo
lo acoge; la claridad viene del cielo nos dirá, una claridad que todo lo ocupa
y que, rauda y sedienta de formas, se lanza a una tierra que solo espera la
vida desatada. Ser cuerpo y tierra no es más que esperar tal amanecida y el
dolor un viento que clarea…
El
joven poeta bordea deslumbrado los misterios de la vida y aun lejano tiene el
duro peaje del frío dolor –que llegará-. Sabe del poder de la mirada y del
cuerno de la abundancia en el que arraiga la vida de los hombres. Todo le será
superfluo excepto este encuentro en la propia mirada. Estando la vida iluminada
al alcance de la mano, ¿quién dijo miedo?, ¿quién dijo dolor?. “Como avena que
se siembra a voleo y que no importa que caiga aquí o allí si cae en tierra”…
“El
don de la ebriedad” es un libro en que la vida del hombre encuentra y reclama
su propio manantial. El Ser queda indicado como paso honroso, como vida que a
los cuerpos ilumina; y el poeta lo testimonia en su canto y su palabra. Esta
gran iluminación, la del Ser que se arrima, acompañará toda la vida al poeta el
cual aquilatará y madurará la revelación del éxtasis, del fervor ante la vida,
del rapto y de la inspiración por la figura de las cosas. El canto y la palabra
deben ceñirse al cultivo de la mirada; a la realidad tal cual que en su
desnudez abre el ojo de los hombres
Toda
la obra de Claudio Rodríguez encuentra en su libro inicial su andamiaje básico
aunque el vino que se escancia madurará y el éxtasis se hará más sobrio y
contenido. Con los años el poeta conocerá la prueba del dolor, sabrá del miedo
que acorrala al hombre aunque no doblará la cerviz ni renegará de la perenne
amanecida del canto y del momento iluminado. Al tiempo, se preguntará por la
cosecha malograda, por lo que de malogrado tiene todo mirar, por la pugna del
éxtasis que no alcanza. La vida mundana nos adormece pero la naturaleza que nos
abre siempre queda cerca y en esa aporía habitamos. La vida deslumbra y sigue
deslumbrando, el frio amenaza y quiebra, y todo parece quedar a medias ante la
gran intuición que nos tuvo. ¿Fue acaso ignorancia?. El propio poeta nos
desafía pero, ¿no queda acaso la ignorancia integrada en la iluminación y las
cosas de la vida?. El poeta nos recordará a San Juan de la Cruz “… y cuando
salía/por toda aquesta vega/ya cosa no sabía”. ¿No es la vida perder la
chaqueta; perderse y rencontrarse por esos caminos de Dios?. ¿No es la vida de
cada cual vida de la vida, vida regalada y no propia, vida gratuita?.
Siempre sabrá Don
Claudio de la verdad radiante, la que el poeta debe indicar, de tal modo que, de
no hacerlo, su prosodia quede indigente, estéril en el mero ejercicio de estilo.
La tarea del poeta apunta a la tarea del hombre: airear el vínculo íntimo que desde las
palabras nos abre a la desnudez de las cosas para encontrar ahí la propia esencia; advertir al tiempo una
distancia infranqueable. Ese Ser que se revela en todo ser instalándolo todo en un Misterio que se aleja. Todo queda arropado pero nada se termina de brindar y la muerte y
el dolor acosan. El Misterio tremendo que revelado se nos brinda nos desconcierta por retraerse en su brindarse. “Por que desplaza el mismo aire el gesto/ de la
entrega o del robo,/ el que cierra una puerta o el que la abre,/el que da luz o
apaga”. La plenitud desvela nuestra límite y finitud pero el Absoluto no por eso deja de convocarnos... El poeta nos recuerda a Santa Teresa: “Si se acercara a mí, si me
inundara/la vida con su vida tan intensa…/ No lo resistiría. Pero/ ¿acaso
alguien es digno de ello?”
Este
desequilibrio interno le indicará al poeta un camino para el cultivo de sí. Hay
que saber templar como en las corridas se templa al toro y su embestida –pues
la vida es un toro terco y bello-. “Soñar es sencillo pero no contemplar”, nos
dirá el poeta. No basta el reconocimiento de la potencia de la vida. La
contemplación será también pensamiento, cultivo de sí que aquilata y germina,
virtud que se alumbra y nos alumbra, música callada y misterio que nos prende y
asimila… “y estoy dentro de esa música, de ese viento, de esa alta marea que es
recuerdo y festejo, y conmiseración”.
En “El don de la ebriedad”
el joven inflamado en su éxtasis casi dejará de lado la cuestión del dolor y de
las deudas del corazón. En “Alianza y condena” indagará en el sentido que la
contemplación dispensa en la finitud. ¿Qué clara contraseña/ me ha abierto
lo escondido? ¿Qué aire viene/y con
delicadeza cautelosa/deja en el cuerpo su honda carga y toca/con tino vehemente
ese secreto/quicio de los sentidos donde tiembla/la nueva acción, la
nueva/alianza. Da dicha/ y ciencia este suceso. Y da aventura/en medio de
hospitales/de bancos y autobuses, a la diaria/rutina. Ya han pasado/ los años y
aun no puede/pagar todas sus deudas/ mi corazón. Pero ahora/ este tesoro, este/
olor, que es mi verdad/que es mi alegría y mi arrepentimiento/me madura y me
alza”… Pero a quién alza, quién habla en el poema, quién es dicho por la palabra
y por el canto, por la potencia del instante. El poeta, ya maduro, se distancia
de su condición de autor. Incluso hay veces que le cuesta reconocerse en sus versos ya que ahí fue dicho más allá de sí. Es la palabra quien nos dice, el Ser que irrumpe en
nuestra vida, palabra del Ser y de la vida mas que del hombre. El poeta, en encendido éxtasis, canta más allá de sí e instalado queda en el horizonte. Intuyendo y quedando abierto al ser el poeta es hablado y su palabra
es del Ser convocando al hombre. La palabra como casa del Ser, clamando ese paso honroso abierto hacia la simplicidad de
las cosas que son; la manzana, el golpe de aire, el agua marina, la sábana
recién doblada, el aroma del cuerpo de la amada; el Ser como presencia y
horizonte...
(II)
Como podemos observar la poética de Don Claudio es algo que más que una mera comunicación sentimental o un vacuo y adornado ejercicio prosódico. Es un conocer y un reconocer, una poética que, entregada, indaga en la capacidad de vida y existencia, en la capacidad del hombre de tejer realidad y sentido. En la palabra del poeta la realidad misma queda alumbrada en esa capacidad de nombrar que se brinda a la medida de esa “fluencia de la vida” que el poeta nos indica(1); de esa vida fluyente de los hombres que, poéticamente, encuentra la ocasión de quedar alumbrada en la simple atención al brindarse del Ser de las cosas.
Efectivamente, la cuestión del Ser queda convocada en la poética de este poeta zamorano. La cuestión del Ser y la del hombre que al Ser queda abierto en el brindarse de la vida que no es sino vida del Ser, vida del Ser que se canta y nombra. La vida del hombre encuentra así un registro tan íntimo como singularizante que lo distingue del resto de seres. Tal registro será el de la simple apertura y escucha del Ser en tanto lo propio y lo propicio. Precisamente por eso la palabra poética, desde las resonancias que promueva y las sendas que indica, será alojamiento y casa de ese Ser que gratuitamente se nos brinda. El lenguaje como casa del Ser que diría Martin Heidegger; y el canto del hombre en tanto canto y palabra del Ser que el hombre acoge. Como podemos constatar se advierte una clara indicación ontológica -la cuestión del Ser; de lo que es en todo ser- y una perspectiva de lo humano -el hombre como ese ser singular que atiende y escucha la mera presencia del Ser en su talidad; dejando de lado de todo criterio utilitario o de satisfacción de intereses en la atención prestada a los seres-
El autor de la poesía se sabrá vaciado -de su cotidianidad- y rebasado en esa escucha y en la palabra que dimana de la misma. Hasta el punto que el propio Claudio Rodríguez se desmarque de su poesía(2). Más allá de sí acaece el rapto, el éxtasis, el entusiasmo, la inspiración, la ebriedad que muestra la mera presencia del Ser… Todos estos epítetos, más allá de sí, los aplicará Don Claudio al ars poética desmarcándose el mismo de sus propios versos. El poeta apelará a Platón(3). Las palabras del poeta no serán palabras de autor sino de esa vida fluyente que indica el acaecer encendido de la vida, rastros en los que, poéticamente, habla la vida misma, conocimiento vivido que se derrama en intensidad. Dejando de lado al redactor del poema el primado será pues de la propia palabra, de esa palabra que nos dice en nuestra esencia señalando el Ser de la vida en su acaecer. ¿Que será acaso el hombre sino Ser y vida que a sí mismo se canta?
A
Claudio Rodríguez, escanciador y poeta
Poeta
del momento,
de
la vida que germina en la mirada,
del
trago de aire y del golpe de agua.
Poeta
del espíritu que es aire y agua viva,
del
misterio del cuerpo de la amada.
Bardo, amigo de los bardos,
de
quienes de poética supieron indagando en el conjuro,
en
la palabra iluminada que revela y estremece
brotando
de la entraña sin que nada propio medie;
cultivando
el misterio de ser dicho…
Como
bien dice el maestro: “Miserable el momento si no es canto”.
Miserable
la atención olvidada.
Miserable
el momento del “yo digo”.
Don
Claudio, poeta de la luz de la alborada,
de
esa amanecida escanciadora
que
en el don de la ebriedad se desparrama.
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(1) Claudio Rodríguez. Desde mis poemas. Introducción. Ed. Cátedra.
(2) Ibid
(3) Ibid
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