Yukio Mishima. La música de las esferas.
Me refiero a esa música que este escritor japonés nos propone como espejo de la
propia capacidad erótica en su relato Música. Ahí el eros rebasa
los limes de la propia corporalidad y todo objeto de deseo para devenir cifra y
símbolo unitivo. En el eros lo humano queda abierto y se une a
la totalidad de la vida, a su naturaleza sinfónica. Eros y
atención pura, actividad y receptividad, se tornan uno y lo mismo. “La música
se deja oir. No cesa nunca” nos dirá Mishima.
En la obra que nos ocupa este escritor
japonés, a través de la metáfora musical, nos indica ese reino de eros,
el de los frutos maduros del Amor, en tanto aspiración final y motor de la vida
humana. Un Amor que abre y sirve de puente de comunicación con la vida. En sus
propias palabras incluso capaz de amparar el acceso a “una perfecta unión con
el mundo exterior”. Sin fisuras, sin sombras, sin miedos, sin bloqueos... En
ese estado no puede haber dualidad ni contrarios. Estos deben quedar integrados
y rebasados. A propósito de Reiko, el personaje central de Música Mishima nos
dirá: “en aquel momento debía encontrarse en un estado de bienaventuranza. La
mentira, la verdad, las pequeñas preocupaciones… lo había superado todo.
Atravesaba un territorio celestial con luminosas nubes y se encontraba
ciertamente escuchando la música”. Así será este éxtasis amoroso capaz de aunar
los polos opuestos de la vida. No en vano Mishima se referirá a Santa Teresa…
”Todos los hombres, en cualquier situación en que se hallen, reconocen
rápidamente la luz interior desencadenada por el amor en el cielo nocturno de
su alma”. A lo dicho responderá la metáfora musical propuesta, a la intuición
directa de la armonía de la vida más allá de todo sinsabor, de toda escisión y
de toda confrontación. Está metáfora, desde Pitágoras, será utilizada con
recurrencia en tanto metáfora unitiva o no dual. La misma no indicará un mero
experimentar “que se tiene” sino una apertura que transfigura la persona, una
iniciación hacia ese estado olímpico en el que la música ya “no cesa nunca”. A
tal llegará el cuerpo y su potencia de vida; más allá de sí.
En Música Mishima aborda una reflexión
y un viaje a través del Amor. Desde eros la vida se abre al
amante y ésta suena como la música, variada en sus notas pero ordenada;
saturada de contrarios y contrapuntos pero naturalmente armónica. En el Amor la
vida revela su envés de integración y belleza. Incluso el amor más anatemizado
es capaz de servir de puente a ese estado de apertura en el que la vida aúna
sus escisiones y nos ofrece un perfil no-dual de armonía y belleza. “La música
se deja oir. No cesa nunca”… Así termina precisamente el relato del que nos
ocupamos en esta entrada. Un recorrido detectivesco por las alcobas del deseo
humano, del amor incestuoso, de las inhibiciones de la propia erótica. Es
cierto que el libro tiene una importante deuda con el psicoanálisis pero se
plantea como una crítica post-psicoanalítica del mismo. Eros desborda
completamente los reduccionismos freudianos del mismo modo que el proceso analítico su
formulación desde la psicología clínica. La aparente patología y lo sagrado, en
esa música de la que nos habla Mishima, se encuentran. Los contrarios revelan
su enlace en lo sagrado, su plano de integración. Lo que nos confrontaba y
atenazaba sirve, finalmente, para revelar. Los recorridos de eros son
infinitamente más complejos que el de aportar una simple perspectiva deudora de
la psicología clínica. Por eso Mishima se decanta por un análisis de corte
existencial en el que el Amor sea ese quicio que abre a la vida revelada como
música. El escritor japonés nos da una referencia concreta, la del deseinanalyse –análisis
existencial- de Binswanger. De acuerdo al mismo el análisis encuentra su
horizonte y complemento en la ontología de Martin Heidegger, o lo que es lo
mismo en la referencia al acontecer -a lo que va siendo- y a su experiencia.
Desde tal perspectiva, la del dasein, la del ser en el ahí del ser, se considerará toda la vida psíquica; sea ésta mas o
menos patológica, desde el común anhelo de alcanzar ese Amor unitivo que abre a la totalidad. Es
más, todas las desarmonías de la vida del alma quedaran referidas a ese anhelo
en tanto obstáculos y resistencias a la propia irrupción de eros.
El Amor será así el dinamizador y el destino de la vida psíquica. Un amor que
abre al Ser y a la vida, progresivamente y a diversos niveles, como en la
escala de Diotima. De ahí que no deba causarnos sorpresa alguna la existencia
de un poder misterioso que, emergiendo, regule la vida del alma humana: la de las potencias del eros y su irrupción. El mero análisis de la psique quedará
pues rebasado por las renovadas síntesis personales que emerjan del encuentro
erótico en lo que sería una ebriedad o locura amorosa; esa misma de la que nos hablara Platón,
El destino del hombre en el Amor será
precisamente el de la realización de sus capacidades unitivas con la propia
vida. Desde las mismas sólo queda ser uno con la vida y atender extasiado a su
sinfonía. El éxtasis cuando a uno le roza sobrecoge. Su memoria acompaña de por
vida. No deja indiferente el Misterio de Belleza que viene a revelarse. Basta
un mero roce de esa música para reordenar toda la existencia. De ahí que eros, ese Amor que abre a la vida, sea el motor oculto del psiquismo humano, su
más poderosa arma, su fuerza motriz. Adentrarse en los misterios de eros conduce siempre más allá de sí. El tránsito de sus senderos cambia y
transforma. Ahí la vida se revela ofreciendo de su mano un irrefrenable caudal
de plenitud y salud. La propia erótica encuentra su modo de plenitud en la
recepción pura de la vida. La visión abandona los terrenos de un imaginario traslúcido y se
ciñe a la música de lo más estrictamente real. “Sentía la música por todas
partes, llenado cielo y tierra, sonaba envolviéndome, atravesaba mi cuerpo”… La
cuestión del cuerpo, central en todo proceso espiritual…
No es baladí la alusión al cuerpo que convoca Mishima. Tampoco lo es la alusión al orgasmo y al encuentro entre cuerpos como metáfora de ese éxtasis musical. Bien de la mano de esa percepción espiritual olímpica, majestuosamente musical, capaz de aunarlo todo. Bien a través de esas sombras que en su reverso esconden el Misterio de su pertenencia a esa vida indestructible y Una que cantaran los fieles del dios Dionisos. El espíritu se brinda así en la carne. La del Amor es la buena nueva. La capacidad de atención y apertura la condición de su refinamiento; el silencio en esa música a la que por fin se accede, el vacío devenido tras la integración de los fantasmas del alma... Reiko no es capaz de escuchar la música pero todo su periplo la conducirá finalmente a sentirla. “El sólo hecho de pensar en la música la hacía desaparecer. El concepto de la música anulaba en ella la música misma”. Mishima sabe que la música de la vida se brinda en el silencio más allá de toda actividad mental. Ese mismo silencio interior que nos exige el éxtasis. Ahí el cuerpo se abre a la vida y queda desbordado en la liberación de sus propias potencias perceptivas. El cuerpo rompe sus límites y su carne es la del propio mundo. Erótica y contemplación devienen Uno y lo mismo. No hay ni interior, ni exterior... Como bien nos recordara Baruch Spinoza: “Si supiéramos lo que puede un cuerpo…”. Mientras tanto nos arrastramos. La cuestión abierta: ¿Cómo se despierta el eros?
No es baladí la alusión al cuerpo que convoca Mishima. Tampoco lo es la alusión al orgasmo y al encuentro entre cuerpos como metáfora de ese éxtasis musical. Bien de la mano de esa percepción espiritual olímpica, majestuosamente musical, capaz de aunarlo todo. Bien a través de esas sombras que en su reverso esconden el Misterio de su pertenencia a esa vida indestructible y Una que cantaran los fieles del dios Dionisos. El espíritu se brinda así en la carne. La del Amor es la buena nueva. La capacidad de atención y apertura la condición de su refinamiento; el silencio en esa música a la que por fin se accede, el vacío devenido tras la integración de los fantasmas del alma... Reiko no es capaz de escuchar la música pero todo su periplo la conducirá finalmente a sentirla. “El sólo hecho de pensar en la música la hacía desaparecer. El concepto de la música anulaba en ella la música misma”. Mishima sabe que la música de la vida se brinda en el silencio más allá de toda actividad mental. Ese mismo silencio interior que nos exige el éxtasis. Ahí el cuerpo se abre a la vida y queda desbordado en la liberación de sus propias potencias perceptivas. El cuerpo rompe sus límites y su carne es la del propio mundo. Erótica y contemplación devienen Uno y lo mismo. No hay ni interior, ni exterior... Como bien nos recordara Baruch Spinoza: “Si supiéramos lo que puede un cuerpo…”. Mientras tanto nos arrastramos. La cuestión abierta: ¿Cómo se despierta el eros?
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